Al entrar al estudio y poner el concierto de Aranjuez en el reproductor, descansando sobre la comodidad de mi silla incómoda, miré al punto exacto a la mitad del techo del estudio; ahí encontré tus ojos, un pequeño destello, casi invisible, con un detalle casi completamente difuminado. Volé hacia ellos, aclarando cada vez más ese brillo, el contacto fue tan preciso, que me sumergí completamente en ese punto de cemento en el techo, ese punto contenía unos ojos, una mente, millones de universos, millones de vidas. Nadé tranquilamente, dejándome llevar por la corriente causada por el flujo de tu gentil energía, sentí tu sangre, tus células, tus estrellas. Estaba tan inmerso en tus ojos, que pude ver a través de ellos; miré tu aura, ese contorno de colores que te embellece todavía más. Entró el miedo a no volver, pero desapareció pronto, sólo quería seguir viviendo en tu mirada, sintiendo tu piel, besando tus labios, siendo etéreo.
Al rozar tu piel por primera vez, me convertí en la misma, recorrí tu espalda, besé tu cuello y me quedé en tu cintura. De repente, me convertí en todo tu cuerpo y después me volví a enfocar en tus ojos, te miré desde ellos y te amé con la mirada, corrí hacia tu cabello y comencé a acariciarlo. Ya cómodo en la sedosidad de tu cabello, volví a beber de tus labios, trascendiendo a la inmortalidad y creando millones de galaxias. Me convertí en la sensación de mis labios recorriendo tu esencia mientras te miraba completa desde ti. Continué fluyendo, nadando entre tu eternidad, creando vida, revolucionando ideas y edificando castillos en tu nombre. Te amé de formas que ni siquiera puedes imaginar.
Al profundizarme en todo ese mundo tan etéreo y tan tú, encontré un paisaje montado por tus curvas, iluminado por el sol y con música creada por el viento, las ramas de los árboles, las pequeñas hojas del pasto, el canto de las águilas y de los jilgueros, una orquesta creada por tu naturaleza, por tu universo.
Mis ojos se dilataron.
El color entró de maneras totalmente desconocidas a mi campo visual, dejándome completamente ciego por unos segundos, pero cuando pude ver no podía estar más feliz y completo, cuando pude ver, por fin supe que aún no lograba ver nada, supe de mi propia ceguera, con la que he vivido desde el principio de los tiempos. Agradecí a mi conciencia y volé por los puntos más elevados entre tus perfectas curvas, rodeé tu cintura, volé hasta tus pies y acaricié cada superficie aterciopelada en tu piel, me transporté rápidamente de vuelta a tu cuello y bebí de tu esencia para elevarme hasta que las nubes taparon mi vista, no quedó otra opción que mirar hacia el espacio y contar las estrellas, mirar universos creciendo lentamente, lento como el movimiento de tu cabello. Mis lágrimas crearon una lluvia de estrellas y se congelaron, modelando figuras tan maravillosas que sólo las logro imaginar.
De repente, una tormenta de polvo brillante arrasó con todo, transformando toda tierra infértil en un jardín de dalias, arrancando mi armadura y llevándose con ella mi escudo, al quedar dócil y vulnerable, pude volver a ver, era de día, era otro sol, era otra forma de vida, era tu sonrisa. Eras un todo de otra realidad, eras la prueba de la inmensidad, eras vida eterna y una estrella fugaz.
Una estrella fugaz, que al desaparecer de mi vista me regresó a la dura realidad actual, donde escribo esto, donde me encontré solo en medio de mi estudio, sin ti. Sólo un recuerdo, un sueño que anhelo hacer realidad.
Sí, te escribo a ti, que eres tan luz, que tan vida, que eres tan amor, tan perfecta, tan tú. Te escribo a ti, que eres etérea, que eres eterna, que eres origen, tiempo, espacio, idea. Que eres música, eres estética, eres escultura, eres fluidez, eres cuerpo, eres humana, eres animal, eres planta. A ti, que eres todo.
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